A lomo de mula. Germán Ferro Medina , Bancafé, 1994
Era uno de los mejores oficios de la época, mucho mejor que trabajar como peón cogiéndole la cola a un azadón o permanecer en la finca familiar; el ideal era transformarse en arriero, una carrera larga que implicaba varios años de formación: se iniciaba como sangrero que era un muchacho de unos doce años, encargado de hacer la comida y de guiar el caballo o la mula campanera; esta vida para el joven era una aventura, una verdadera delicia; no era fácil, pero estaba aprendiendo el oficio. A los 16 años era peón, podía ayudar a cargar las mulas, sabía curarlas y seguramente ya conocía las primeras letras y las cuatro operaciones (suma, resta, multiplicación y división). A los 18 años alargaba pantalón y ascendía al oficio de arriero: era capaz de alzar un bulto de 70 kilos y de ponerlo sobre la mula para cargarla, amarrar la carga, o sea los dos bultos, coser costales, herrar los animales y alimentarlos, hacer curaciones y velar por el mantenimiento de las enjalmas, lavar su propia ropa, construir ranchos de vara en tierra para pasar la noche, adquirir sentido de orientación, conocer el sistema de pesas y medidas, hacer cuentas y negociar el flete.
Era el mensajero de la época, el correo, la persona culta que sabía lo que pasaba en Medellín o en Manizales, el estado de la guerra civil y cuál bando estaba ganando. Si el arriero era juicioso, escribía bien y entendía de cuentas, podía ascender a caporal y manejar toda la mulada, contratando arrieros y negociando el flete. Era un oficio difícil pero bien remunerado; la jornada empezaba a las seis de la mañana y terminaba a las seis de la tarde, con algunos descansos para almorzar y tomar los algos o refrigerios. Trataba de llegar a las posadas para que descansaran y comieran las mulas y para dormir a pierna suelta y con el estómago lleno. En las posadas sabían que llegaba la recua y los esperaban con abundante comida; en un plato enorme, o en una cayana de arcilla, le servían los siguientes artículos: fríjoles, tajadas de plátano maduro, carne frita o asada, chicharrón grueso, de cuatro dedos, chorizo y una arepa redonda. El plato estaba acompañado de una totuma llena de mazamorra de maíz con leche, un plátano asado y un pedazo de panela; este fue, seguramente, el origen de la bandeja paisa.
La mula era el otro símbolo de la arriería; es un híbrido hija de yegua y burro o de burra y caballo. Heredó la fogosidad del caballo y la paciente terquedad del burro, pero al mismo tiempo reúne una serie de condiciones donde se combinan la inteligencia, la malicia, la despreocupación y el pragmatismo. No malgasta sus fuerzas en cosas inútiles y casi nunca falla el blanco cuando patea. Si el camino es empinado y duro no se altera ni se desespera, se mueve lentamente tomando resuello cuando es necesario y no se afana como el caballo para llegar a la meta. Causa admiración la seguridad con que cruza en la noche los más difíciles y peligrosos caminos. Se aproxima a la orilla del abismo, estira el pescuezo, husmea, huele el pantano y la maleza, se inquieta y se sacude y si es posible pasar lo hace lentamente, pero cruza victoriosa. Cuando ve el peligro se resiste a pasar y en forma decidida recula y no hay jinete ni arriero que la obligue a seguir, aunque la muelan a palos.
Otro caso es el de las mulas de los bebedores y borrachos, que se acostumbran a sus mañas y rutinas, conocen los lugares donde se detienen a tomar aguardiente, las fondas o cantinas donde se acostumbra a parar para que los jinetes entren. Y pasan horas del día o de la noche con silla y freno, al sol y al agua esperando a su amo para seguir el camino. Son animales muy nobles.
Varias mulas y arrieros componen la recua o la mulada. Era un hermoso espectáculo ver una recua de 20 mulas desplazándose lentamente por un empinado camino, dirigidas por el tilín tilín de la mula campanera, con el sangrero, el caporal y los arrieros distribuidos a lo largo de la caravana, pendientes de los malos caminos, de la carga que se ladeaba, de la mula que caía, o que estaba atrapada en un pantanero, conocido con el nombre de tiembla-tiembla o tragadal. Además, había que poner atención a las otras muladas que venían en sentido contrario por el estrecho camino.
Para tener una idea de cómo era la agitación que se vivía en medio de la mulada, hay un fragmento del cuento El último arriero, escrito por Tulio González,1961:
Sobre el camino calcinado y de la Chuchita a Piedecuesta, marcha la recua de Perucho Acevedo, jadeando, roncando cansada.
Y grita Perucho cuando ya caía la tarde:
¡Arre, mulitas maganzonas qui hay que llegar hoy a Playalarga! ¡Ah táparo jediondo: soliviále Toño la carga a la Algarroba! Y vos, niguatero del diablo, le dice al sangrero ¡Apurá que nos cogió la noche!
Como el caporal venía rezagado los ayudantes ocupan puestos intermedios en la mulada y el sangrerito la conduce llevando del cabestro al padrino; el grito de Acevedo se escuchaba por todas partes.
Para tener información completa, escuchar el audio bajo la imagen.
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